Cicerón, a pesar de no provenir de la aristocracia ni ser un general, logró alcanzar las más altas magistraturas del Estado romano gracias al poder cautivador de su elocuencia. Enfrentándose a figuras políticas y militares de renombre como Craso, Pompeyo, Julio César, Marco Antonio y Octaviano, Cicerón sobresalió como maestro del arte de la palabra en latín. Este es su mérito y su grandeza, un legado que ha perdurado hasta nuestros días.
Cicerón se vio en la tarea de persuadir a los aristócratas romanos de que uno de sus pares, Catilina, estaba urdiendo una rebelión contra Roma. Además, debía establecer su auctoritas para legitimar sus decisiones como cónsul. En su primera Catilinaria, pronunciada en el Senado, su objetivo era exponer a Catilina, forzándolo a abandonar Roma y revelar los nombres de sus cómplices. Las segunda y tercera Catilinarias las dirigió al pueblo. En la segunda, Cicerón informó sobre las deliberaciones en el Senado, y en la tercera presentó pruebas contra los cómplices de Catilina, incluyendo documentos escritos y testimonios orales, así como confesiones. En la cuarta Catilinaria, Cicerón actuó como un cónsul que lideraba un debate senatorial sobre la salvación del Estado. Roma lo aclamó como el salvador y padre de la patria, mientras que los conspiradores fueron ejecutados.